viernes, 24 de julio de 2015

ELENA QUIROGA ABARCA, DESCONOCIDA Y OLVIDADA. SU RELACIÓN CON SANTANDER EN SU OBRA

A pesar de ser miembro de la RAE (la tercera mujer en su historia), de ser premio Nadal, en 1950, y de la Crítica, en 1960, su obra apenas existe hoy  en las bibliotecas de Santander y está descatalogada en las librerías.

Debería reeditarse para leerla a la vera de la quinta Altamira, el chalet Mora, hoy Conservatorio Ataúlfo Argenta. Para que no se pierda la memoria…

Elena Quiroga nació en Santander en 1921 (un 26 de octubre),  aunque creció en la casa familiar  de Villoria, en El Barco de Valdeorras,  “la aldea”, en Ourense.

Sin embargo, las temporadas pasadas en la casa de la abuela, en Santander,  en los años 30, dejaron su huella en la novela Tristura (luego renombrada Secreto de la infancia. Novela de una niña), escrita treinta años después (y Premio de la Crítica, en 1960) y su continuación, Escribo tu nombre, en 1965.


“La puerta del jardín se abría desde la cocina…”- comienza Tristura. En cursiva, van los recuerdos, contrapuestos, de  “la aldea”. La protagonista, una niña sin madre, acostumbrada a la libertad del pueblo, a sus hermanos, a la alegría, en un lugar lleno de prohibiciones y con la libertad recortada. “Para que no te criases como un chico…”. La soledad y el desamor, el peso de la orfandad -de la que no se puede hablar-, el silencio. Y ella queriendo escapar, y escapando con la mente, subida a la escalera del jardín,  mirando los caminitos desde el muro, y deseando irse por ellos. Tristura, tristeza…La de la injusticia, la del miedo (“Tengo miedo de Dios”), la del pecado. “Todo era peligro de morir, de muerte eterna. Estaba llena de culpas”- cuenta Tadea, su alter ego, en Escribo tu nombre.


La casa de su abuela era la actual Finca Altamira, hoy conservatorio municipal, que mantiene la estructura y el interior (azulejos, escaleras, baño, suelos…) de la reforma de 1920, la que Elena conoce en 1930, con nueve años.

http://www.conservatorioataulfoargenta.es/historia. Historia del conservatorio Ataúlfo Argenta.

http://portal.ayto-santander.es/portal/page/portal/inet_santander/ciudad/inventario_arboreo.

Inventario arbóreo del parque Altamira.

En 2015, lo que más destaca en la finca son los eucaliptos (13 eucaliptos azules, según el inventario arbóreo, cinco muy cerca de la casa principal junto a tres palmeras). La magnolia está hecha una pena. Los Salesianos ya no se ven, ocultos por un enorme polideportivo, y un edificio de pisos tapa las vistas hacia la bahía. Al lugar le falta armonía y silencio y le sobran colores chillones…Pero uno puede abstraerse tratando de imaginar los caminos de guijo, la glorieta, el pozo…Usando los planos de la época.


ESCRIBO TU NOMBRE

En 1965 (en Escribo tu nombre) continúa el periplo de Tadea Vázquez, la protagonista de Tristura, ahora entre el internado y la casa de su abuela, durante la época de la República (hasta junio de 1936).

“Había llegado al colegio en octubre de 1930. Cumpliría diez años en enero…”- así comienza el primer capítulo de Escribo tu nombre. “Preparaba ingreso y primero para junio”…

“Escribo tu nombre” es un verso de un poema de Paul Éluard, titulado “Libertad”, con el que se abre el libro. En cursiva, antes de la primera parte, siete capitulillos, a modo de introducción: “Algún día escribí “libertad”. Mucho más tarde. No aquel invierno primero del colegio, ni el siguiente…Tendría trece años cuando escribí “libertad” en la esquina de mi cuaderno…”.

Antes, recién llegada al colegio, con nueve años, escribió otra palabra: “mamá”…

En el colegio, Tadea es solo el “número 40”. “Un número por el cual se nos llamaba en las camaretas, al baño, durante el recreo de los domingos si te reclamaban del recibidor, durante el estudio para ir al cuarto de la Prefecta, Cuatro timbrazos cortos, pausa, un timbre sostenido…Número 40, te llaman…”. En el perchero, en la ropa interior, en los libros de estudio… “Un número que encontré en todo al llegar al colegio”.

CARTA A CADAQUÉS, IMPRESA EN SANTANDER


En 1961, en la imprenta Bedia de Santander, Elena Quiroga hace una autoedición del poemario Carta a Cadaqués, para los amigos (María y Juan Torra-Balari) que le cedieron una casa en esta localidad mientras escribía Tristura (“en cuya casa de Cadaqués/- alto faro sobre la mar tendida-/he escrito un libro”. “Escribir/era/hacer humildad…”.


LA INÉDITA GRANDES SOLEDADES. ¿HABLARÍA TAMBIÉN DE LA CASA FAMILIAR…?

Leo que allá por 1985 – diez años antes de su muerte- “confesaba estar revisando la tercera versión de la novela…inédita e inacabada, final de la trilogía iniciada con Tristura y continuada con Escribo tu nombre…Cuenta las grandes soledades que suceden durante la guerra e inmediatamente después…”. 

No he conseguido dar con ella (en algunos sitios, consta como publicada, en 1983). ¿Hablaría, de nuevo, de la casa familiar de Santander…? Si, como decía Rilke, “la patria de un hombre es su infancia”, está claro que en esta trilogía la máxima se cumple, pues Quiroga es capaz de recrear observaciones, pensamientos y sentimientos de aquellos años de infancia y adolescencia en “La Montaña”.

En la contestación de Rafael Lapesa al discurso de entrada en la RAE de Elena Quiroga, refiriéndose a ambas novelas, este escribe: “¿Qué será de esta muchacha [Tadea Vázquez] llena de inquietudes, con quien nos hemos encariñado? Esperamos que Elena Quiroga aclare el enigma en las Grandes soledades con que se dispone a completar la trilogía”.

Víctor García de la Concha, en un artículo escrito en ABC [el 4 de octubre de 1995] con motivo de su muerte [el 3 de octubre], relataba: “Terminaba el curso académico [en junio de 1995] y Elena Quiroga soñaba -me decía- con marchar pronto a su pazo gallego de Nigrán: “Quiero terminar una novela que abandoné, ya avanzada, hace unos años. Tenía pensado titularla “Se acabó todo, muchacha triste”, pero ahora prefiero llamarla “Grandes soledades”. ¿Qué te parece?”.

La estudiosa Phyllis Zatlin, en la introducción que realiza en 1992 para Escribo tu nombre en Espasa-Calpe, también recoge esta información: “El tercer tomo, que todavía no se ha publicado, tendrá que ver con los años de guerra, pasados en la relativa tranquilidad de un pueblo gallego. Un primer borrador, en preparación en los años setenta, llevaba un título inspirado por una canción de Bob Dylan: “Se acabó todo, muchacha triste” [“It´s all over now, baby blue”, 1965]. Una versión posterior se anunció con otro título: “Grandes soledades”. 

De momento, este es el punto y final.

SABER MÁS

http://www.rae.es/academicos/elena-quiroga-de-abarca. Discurso de Elena Quiroga en la RAE, leído el 8 de abril de 1984.

http://elpais.com/diario/1984/04/09/cultura/450309602_850215.html. Ingresa en la RAE con un “retrato imaginario “de Álvaro Cunqueiro, Presencia y ausencia de Álvaro Cunqueiro.


http://hemeroteca.sevilla.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/sevilla/abc.sevilla/1995/10/04/044.html. Fallece a los setenta y cuatro años la académica y novelista Elena Quiroga.

http://www.general-ebooks.com/author/75298742-elena-quiroga. E-boooks.

[Agradecimientos: Al profesor Miguel Ángel Aramburu, que me la descubrió. A Rosa, bibliotecaria del COACAN; a Sabrina, del Conservatorio Municipal, a Phyllis Zatlin y al personal del archivo del Ayuntamiento de Santander].

ALGUNOS TEXTOS

De TRISTURA, luego SECRETO DE LA INFANCIA. MEMORIAS DE UNA NIÑA

La casa y el jardín

“La puerta del jardín se abría desde la cocina [tirando del agarrador]. Había un agarrador del que partía un alambre tenso, en diagonal ascendente, hacia la izquierda, donde el bosque de tamarindos".


“El cuarto tenía siete ventanales, los de los lados no se abrían nunca, y tres camas: dos camas de matrimonio, entrando a la derecha; un diván verdoso, enfrente, al pie de la ventana…a la izquierda, un mueble-lavabo con puertas debajo que tapaban el cubo; encima la palangana, una tarima de mármol rosa veteado, y el espejo. Pegado al lavabo, una cama estrecha, de barrotes de madera, desmontable, donde dormía yo: al lado, un tocador con espejo de tres caras, patas altas y finas, guirnaldas y flores en los cajones, talladas en madera. Tenía muchos cajones y llave, pero yo no podía usarla…”.

“Las ventanas daban sobre la entrada del jardín con su guijo blanco, sobre la puerta. El batiente de la derecha tenía un ventanillo con rejas negras por fuera, y a su lado, en la esquina que formaba con el muro, pendía la campana negruzca de menos de una cuarta”.


“Bajábamos por la escalera de servicio hasta el sótano…nos despedía en la puerta (del sótano)…La puerta cerrada a espaldas nuestras…el jardín desconocido y profundo…correr hacia la explanada de los plátanos…la glorieta, el pozo, corríamos por los senderos…No atravesábamos nunca el césped…el banco curvado de listones verdes al pie de un plátano”.

“Dondevás eran caminitos que arrancaban de allí [de los plátanos]…, caminos de jardín, pero caminos: el del pozo, el de la glorieta, el que pasaba ante el ancho césped frente a la trasera de la casa, con su gran magnolio; el de las dalias, el que llevaba a casa de Venancio [el jardinero], el del estercolero. Para acabar en casa de Venancio el camino se ceñía al bosque; había bolitas duras anaranjadas, con ramas espinosas”.

“El jardín parecía terminarse en los plátanos, fronterizos con la huerta, a la derecha en la tapia que nos dividía de la otra finca cerrada, solitaria; a la izquierda en el bosque, la casa de Venancio; corriendo por detrás del bosque y casa de Venancio, la tapia con la hiedra. No se sabía bien si de los salesianos separaban el bosque y la hiedra-tapia, o el propio muro del edificio, ventanas altas abiertas hacia nuestro lado. Los salesianos terminaban en un tejado picudo, de ladrillos rojos”.


“La casa de Venancio se veía también desde el cuarto de estar, o desde nuestro cuarto, asomándose mucho. Las puertas metálicas abiertas del garaje, se entraba por allí, con la manga de riego más gorda que la del jardín, con un pitón muy largo; al fondo una escalerita fregada, a la derecha una mesa de carpintero llena de heridas blancas de navaja, con una prensa negra en su extremo…El gallinero con una alambrada alta, y la tapia. Contra la tapia la escalera…El paseo del Alta…El prado de Piano, el camino…”.

“Camino del invernadero con sus tiestos de ficus, cosmos, amor de hombre, pensamientos [prímulas, petunias, begonias]. Los pensamientos amarillo-morados, con la cara aplastada. Estaban los tiestos en estantes de madera pintada de verde; había en torno herramientas de jardín, podaderas, tijerones, y las carretillas”.

“Los plátanos estaban al final, pasada la explanada, pasado el ancho césped; altos setos de boj tupido, y los plátanos. Eran copudos, gordos, abundantes, con ramas abriéndoseles, cruzándoseles, en doble fila. Tres bancos verdes de listones de madera, rayados contra el boj; se iban cosas entre las rendijas…”.

“El pozo se cubría con una tapa de madera encajada en la piedra…En verano olía a corrompido…; en primavera salían hierbecillas y en las paredes redondas tufos de florecitas lilas. Cuando empezaba el invierno subía una bocanada húmeda y helada…”.

“La terraza daba sobre el ancho césped, donde estaba el alto, frondoso magnolio, a la derecha. Embalsamaba el aire. Hojas verdes, duras, brillantes, con el revés amarillento, nervuras abultadas; las ponía Francisca en los cacharros…Sin muebles, la terraza grandísima, desconocida, baldosines en rombo y zinc”.

“La antecocina era el comedor de Patrocinio…Una habitación sin puerta de entrada, solo el hueco de la puerta ancha; desembocaba allí la escalera de servicio, puerta de vaivén a la cocina, ventana al fondo, sobre el vestíbulo de la entrada principal. Toda rodeada de armarios blancos tapando las paredes; en la parte alta tenían un  carril negro y, enganchada al carril, una escalera de peldaños al aire. La usaban para sacar vajilla o cristalería de los estantes de arriba…La mesa recubierta por un hule blanco con cuadraditos también blancos, unos brillantes y otros no”.

“El comedor era la habitación más grande de la casa…Había dos puertas de cristales a un lado y otro del comedor: una, para la capilla; otra, a las salas…El comedor grande tenía una puerta sobre la terraza…El comedor, siempre en penumbra, no recibía luz directa, sino a través del vestíbulo de entrada”.

“La caseta de la Diana, entrando, a la derecha, donde los tamarindos…Me la llevé a los plátanos, no por el camino del magnolio, ni por el que pasaba delante del abeto, sino por el senderillo pegado a la otra tapia en donde se alzaba el recinto de boj del pozo”.

Los alrededores

“Del otro lado de la puerta, el paseo del Alta, el prado de Piano, el caminito pedregoso a Cueto: Monte y Cueto, los dos pueblecitos delante de nosotros, con las casas esparcidas por los prados; muy lejos, se adivinaba Cabo Mayor, la mar…El faro…”.

“Por un caminito pedregoso y estrecho, con un muro de piedras apiladas, a la derecha del prado de Piano, bajaban los burros con cuévanos vacíos o con paquetes. Por las mañanas, desde el ventanal de nuestro cuarto, los veíamos llenos de cántaros de leche…”.


Santander, antes de la Guerra Civil y del incendio de 1941

“Bajamos a la ciudad a ver escaparates. La tapia de los salesianos, la Atalaya, torcer a la derecha –enfrente el cuartel- la Atalaya en cuesta rápida, en recodos hacia la ciudad…Un edificio grande, a la derecha, al terminar la cuesta…Es el instituto…La calle de La Blanca partida por la mitad; no sabía cuándo pasábamos de La Blanca a San Francisco, cuando estábamos en San Francisco o en La Blanca”.

“Las calles de la ciudad eran intrincadas, algunas empedradas con adoquines. Había aquellas dos que eran una sola, La Blanca-San Francisco, aquel trozo pequeño antes de llegar al puente (a la derecha, confitería de Varona), el puente sobre calle [Puente de Atarazanas], no sobre río, todo gris renegrido de pronto hacia la catedral”.

“Por La Blanca, a la izquierda, se podía llegar al Muelle. También por debajo del puente, a continuación de Atarazanas. Casas con miradores, en ringlera, dándole cara la mar de la bahía. A trechos, frente a las casas, en la calle misma, dentro de la acera, bajo los árboles, sillas de hierro en dos filas”.

“Si no había encargos, paseábamos por el Alta. A la derecha, pasada la embocadura de la Atalaya, estaba el cuartel…El camino seguía, pasaba delante de casas profundas entre profundos jardines, y a la izquierda campo, pueblo con casitas salpicadas, esparcidas, vacas en los prados.

-    - Aquí vive el duque de Santa Elena. Es primo del rey [Bella Vista, hoy Santa Clotilde]. Avenidas enarenadas, la casa al fondo…
Se podía, por la calleja de Arna, bajar hasta los carmelitas…Llegábamos hasta el alto de Miranda.
También íbamos hacia el otro lado, hacia la izquierda del portalón de casa.
-Vamos a la Media Luna…
Bajábamos por la calle del Monte hasta las Reparadoras”.

De ESCRIBO TU NOMBRE

[En vacaciones de Navidad]. “Había llegado a casa en el coche del colegio que hacía los servicios para las mediopensionistas…Mi casa era la última del trayecto. Cuando embocamos la calle del Monte, ya desde la Alameda Primera, [Cervantes/Los Acebedos/calle Monte] era de noche y empezaban a encenderse los faroles. El autobús, sin peso,…parecía saltar sobre los baches de la calle del Monte, sobre el pedregoso camino del Alta. Estaba encendido el farol del portalón, y la bombilla sobre la puerta grande; las ventanas, cerradas; solo abierta, con la luz encendida dentro, la cocina…Rodeé la casa y entré por la puerta de servicio, alzando el picaporte. Subí las escaleras del sótano hasta la puerta de vaivén…Crucé el office, y seguí hasta el piso de arriba, en donde estaría la abuela. El pasillo encerado, con su tira de alfombra; el vestíbulo, ante el cuarto de estar. Desde la puerta ya, la abuela en su esquina, con su butaca morada, con la manta de piel sobre las piernas”.

“La felicidad del aire libre en el jardín de casa…poder bajar por el camino del pozo, caminos solitarios, caminos tupidos, aquellos caminos que no podían verse, lejos de la terraza, con el sol escurriéndose entre las hojas transparentes de los árboles. Escaparme con Diana…, poder acariciarla, abrazarme a su papada colgante, sentir su calor en mi palma, andar por la huerta fragante de frutales, con las fresas escondidas entre las hojas, acodarme sobre el muro y mirar desde allí a la ciudad, a sus tejados escalonados, al misterio de sus chimeneas y sus ropas tendías, las calles entreverándose, ramificándose, como los vasos sanguíneos en el cuerpo, y, al fondo, la lámina gris de la bahía, el barco carbonero, y a la izquierda Somo y sus arenales, Las Quebrantas”.

“Cuando íbamos con Patrocinio, bajábamos a pie por la cuesta de la Atalaya. Era hermoso bajar la Atalaya hacia el Puente. Después, en vez de continuar por el muelle, cruzábamos a la acera de enfrente, y al llegar al edificio de Correos cruzábamos hacia los jardines. Íbamos atravesando los jardines hasta el embarcadero. El olor fresco nos alcanzaba, sobre todo al salir de los jardines al camino empedrado que llevaba a la dársena. Brea. Vapor de pasaje a Pedreña, cordeles. E Hilario con su pantalón blanco y el jersey azul y el sombrero de tela blanco, de alas flojas, caídas, y el bichero en la mano, aguantando la gasolinera”.

“Mi nuevo cuarto tenía una puerta pequeña, a la derecha, comunicando con el cuarto de la abuela [Tadea ya no duerme en el piso alto, “como si me ascendiesen”]. -Era el vestidor del abuelo…”.

“Mi cuarto…mi cama estrecha, mi cómoda, mi lavabo, y la puerta-ventana que daba al mirador de la abuela. Una cama sobre la que me podía tumbar, una puerta que podía cerrar, un mundo propio, íntimo, una entraña cálida. Abrí la puerta-ventana, vi a través del ventanal los altos árboles ante la tapia; había dos estanterías con libros y aquella mesa de despacho, misteriosa. Una mesa que nadie usaba. Iba a ser feliz allí, entre aquellas paredes. Al menos en mi cuarto iba a ser feliz. Con tal que me dejaran sola”.

“Abrí la ventana que daba a la terraza recubierta de cinc, y vi desde lo alto el jardín, la masa entrelazada de los plátanos, la huerta y después la ciudad despenándose hacia la bahía, y la mar”.

“Bajé al jardín. Hacía viento y frío. Andando – no se corre- la explanada, ante el ancho césped, el camino frente al magnolio, la cuesta hasta los plátanos”.

“La bahía con su perenne barco carbonero y los tejados escalonados de la ciudad, a mis plantas”.

“Largos ratos en el cuarto de estar, haciendo punto con la abuela, mirando revistas viejas [Blanco y Negro, L´Illustration], o sentada sobre la alfombra viendo desde allí, por las ventanas, el campo de Piano, el caminito al pueblo, la humilde gente que subía, que bajaba, las mujeres sentadas de medio lado sobre los burros, con verduras asomando por las albardas de esparto, o cántaros de leche…Aquellos inmensos mares de silencio…La abuela y yo…quizá nos parecíamos en la capacidad de silencio”.

“Entré por la puerta del sótano, crucé el office desierto y subí por la escalera que arrancaba del comedor de Patrocinio hasta el cuarto de estar, junto a la abuela”.

[La vuelta al colegio, 7 de enero de 1931. 6. 30 horas] “Volver. La oscuridad verde del Alta, la bajada por el Alto de Miranda hacia el paseo de la Concepción [hoy, Menéndez Pelayo]…; la oscuridad grisazulada de Lope de Vega. El Muelle con su oscuridad perlina, difusa, salitrosa…”.

“La alameda segunda, la alameda primera, aquella pendiente, cerca de las Reparadoras; subíamos por la Vía Cornelia al Alta, pasábamos ante la plazuela de la Media Luna, y en seguida la tapia del jardín”.

[Verano de 1932]. Acudía a misa de ocho en los Salesianos, leía en casa Historia de un alma [de Teresa de Lisieux]…Iba al jardín, pero no corría con los brazos abiertos, impulsivamente, avenida abajo hasta los plátanos…, no me tumbaba sobre la hierba delante de los macizos de dalias…Comía en el comedor grande con la abuela, después subía con ella al cuarto de estar. Todavía no se habían sacado los muebles de mimbre negro a la terraza”.

“Pescábamos los cámbaros junto a Pedreña [en la gasolinera]…Si llovía o hacía gris, no varábamos en el arenal y salíamos directamente hacia Cabo Mayor, pendientes de pasar la barra…Ver llover en la mar era un espectáculo extraordinario…Las Quebrantas se cubrían de una niebla espesa…”.