(Anne)
Hope Jahren, geobióloga, considerada por la revista Popular Science uno de sus
“10 científicos brillantes” y por la revista Time, en 2016, una de las “100 personas más influyentes”, publica a
sus 47 años su primer libro, “una fusión
literaria de memoria y escritura científica”, “una memoria personal y un canto
de alegría al mundo natural”- según comentarios de sus críticos.
En inglés, su título fue, en
2016, “Lab Girl”, “Chica de laboratorio”, pero en castellano lo han traducido
como La memoria secreta de las hojas
(primera edición, en Paidós, en febrero de 2017).
Tras leer las primeras
páginas, podría haberse subtitulado: “La ciencia que yo quiero transmitir”. Como
“todavía no hay ninguna revista científica en la que yo pueda publicar el
relato de cómo se hace mi ciencia a partir del trabajo conjunto del corazón y
las manos”, ha tenido que ponerse a la tarea y escribir su propio libro.
En su blog -que inicia
en 2013-, sobre “interacciones entre
mujeres y hombres y la Academia”, comenta sobre Lab Girl: “Es un libro realmente bueno o, al menos, el New York Times parece creerlo así”. “He
aprendido un montón al escribir este libro…” –dice. En el capítulo de
agradecimientos, añade: “Escribir
La memoria secreta de las hojas ha
sido el trabajo más gozoso de mi vida”.
De
científico a científico
“Formule una pregunta sobre
su hoja… ¿Sabe lo que ha hecho? Se ha convertido usted en un científico…Lo
primero que tiene que hacer es formular una pregunta sobre su materia de
estudio”. Con este comienzo, nos convierte a tod@s en científic@s para seguirle
en su apasionante viaje por su vida y su objeto de estudio: los componentes
químicos en las plantas.
Su
madre y el jardín
A su madre, le dedica el
libro y “todo lo que escribo”. En un lugar donde “había nieve en los campos
nueve de cada doce meses del año – Austin, al sur del estado de Minnesota, en
Estados Unidos-,…la única actividad veraniega de la que guardo recuerdo es el
cuidado del jardín en compañía de mi madre”.
Su madre exigía dos cosas a
su jardín: eficiencia y productividad. “Sentía predilección por las verduras
robustas y autónomas como la acelga y el ruibarbo…; prefería plantar
rábanos y zanahorias porque podían
atender calladamente sus propias necesidades en el interior de la tierra. Y en
su jardín seleccionaba también las flores que cultivaba en función de su
resistencia [peonías, lirios tigre, iris barbados]…El recuerdo más vívido que
albergo de nuestro jardín no es el de su
olor, ni tampoco el de su apariencia, sino sus sonidos…en el Medio oeste se
puede oír realmente cómo crecen las plantas…”.
Su madre no pudo acceder a
una beca universitaria para estudiar ciencias en los años 50. A cambio, cuando
sus cuatro hijos están criados, estudia a distancia literatura inglesa.
“Trabajábamos juntas los textos de Chaucer y, para ayudar a mi madre, aprendí a
buscar palabras en un diccionario de inglés medieval”.
Al conseguir ella misma
(Hope) una beca en la Universidad de Minesota, se decanta por la literatura en
un primer momento, pero “no tardé en descubrir que en realidad yo estaba hecha
para la ciencia…; en las clases de ciencia nos dedicábamos a hacer
cosas…Trabajábamos con las manos y, prácticamente cada día, obteníamos algún
resultado tangible…En las clases de ciencias nos ocupábamos de problemas
sociales de la actualidad…La ciencia me aportaba lo que más necesitaba: un
hogar”.
Científica
por instinto
“Nunca había oído contar
historias sobre mujeres científicas, nunca llegué a conocer a ninguna y tampoco
vi nunca a ninguna por televisión [ella, nacida un 27 de septiembre de 1969, a
finales de los años 60…]”.
Pero ya desde los 5 años
tenía conciencia de ser distinta a los chicos, a sus tres hermanos: “Si de algo
estaba segura era de que no estaba a la misma altura que ellos…Echaban carreras
con sus prototipos y construían cohetes que luego lanzaban con sus compañeros.
En clase de manualidades se les permitía utilizar las grandes herramientas que
estaban colgadas de la pared o suspendidas del techo. Cuando veíamos en
televisión a Carl Sagan, a Spock, al Doctor Who…, nunca se nos ocurría hablar
de personajes femeninos como la enfermera Chapel o Mary Ann”.
Mi
laboratorio, mi hogar
Y, sin embargo, “la única
certeza en mi vida era que tendría mi propio laboratorio porque mi padre tenía
uno”.
“Yo me pasé la infancia en
el laboratorio de mi padre, jugando debajo de las mesas hasta que alcancé la
altura suficiente para jugar sobre ellas…podía jugar con el material del
laboratorio cada vez que lo acompañaba a su trabajo, porque él nunca decía que
no cuando le pedía permiso para sacar todas aquellas cosas [imanes, alambres,
cristales y metales, papel tornasol para medir el pH…]”.
Su padre era profesor de
física y ciencias de la tierra en una escuela de formación superior en Austin.
“Revisábamos juntos el equipo del laboratorio y arreglábamos todo lo que se hubiese
roto; mi padre me enseño a desmontar cosas y a estudiar cómo funcionaban…Mi
laboratorio [hoy] es el lugar en el que puedo seguir siendo la niña que todavía
soy”.
¡Chúpate
esa, universo!
“Un verdadero científico
desarrolla sus propios experimentos, generando conocimientos completamente
nuevos”.
Ese es su caso. Desarrolla
su tesis doctoral sobre el almez americano, concretamente sus frutos (sus
bayas, sus semillas), duros como una piedra…porque contienen ópalo, un
mineraloide silíceo. Eso es lo que descubre, su primer descubrimiento
científico: La formación de biominerales en las plantas.
Bill,
un amigo de verdad
A lo largo de todos estos años (desde 1994
hasta la actualidad), ha contado con la ayuda inestimable de Bill, compañero de
laboratorios y de proyectos.
El primer laboratorio (Jahren Lab) propio
“no era más que una habitación desprovista de ventanas, que no medía más de 55
metros cuadrados”, en el Instituto Tecnológico de Georgia, donde da clases de
Geobiología terrestre en 1996.
Juntos se han turnado para
seguir los experimentos día y noche, se han apoyado y han sufrido por las dificultades de financiación.
Gran
comunicadora de la ciencia y activista
En una ocasión animó a las
niñas a tuitear fotos de sus manos mientras llevaban a cabo experimentos
científicos. La idea era concienciar sobre la cuestión científica a la vez que
sobre las mujeres trabajando en ciencia.
En el epílogo del libro, nos
anima a tod@s a plantar un árbol, uno fuerte y duro -más que un frutal que
puede partirse fácilmente con el viento. “Aquí va una petición personal que te
hago…”.
En el prólogo, ha hecho una
aseveración: “Por lo general, todos vivimos rodeados de plantas, pero en
realidad no las vemos”. Y nos da una cifra escalofriante: “Cada diez años,
cortamos el 1% de la totalidad de nuestros árboles sin volver a repoblarlos, lo
cual representa el equivalente a la superficie de Francia. De manera que, década tras década, se ha ido borrando de
la Tierra una Francia detrás de otra”…
SABER
MÁS
https://hopejahrensurecanwrite.com. Su
blog, desde 2013.
https://twitter.com/hopejahren?lang=es. En
tuiter, desde 2011. @HopeJahren.
http://jahrenlab.com. El laboratorio de Hope Jahren, en
Oslo.
UNA
NOVELA
La evolución de Calpurnia
Tate, de
Jacqueline Kelly. Se ha editado como novela juvenil, pero es un
placer leerla a cualquier edad. En ella se habla de las niñas y la ciencia y de
ser investigadora de campo.
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