viernes, 24 de agosto de 2018

LA ANALFABETA, de Agota Kristof. Leer y escribir en una lengua nueva



Va subtitulado como “relato autobiográfico”. Lo escribe en 2004, con 69 años, siete antes de morir.

Es un libro muy pequeñito (pero muy intenso), formado por once capítulos (Kristof los calificó como “redacciones escolares”), que aparecen primero en una publicación alemana como textos separados.

En el primero, titulado Indicios, se refiere a la “incurable enfermedad de la lectura”. “Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que cae en mis manos…”- comienza. Tiene 4 años y la II Guerra Mundial acaba de empezar. Cuando su madre se enfada y le envía a su padre, maestro de escuela en el pueblo húngaro de Csikvánd, para que la castigue, este le da un libro con imágenes y ella se sienta a leer al final de la clase.

Pero siempre tiene sensación de estar haciendo algo malo, “inútil”,  incluso en el momento actual: la gente alrededor le crea una sensación de culpa por “leer en vez de…”: …“tengo un poco de cargo de conciencia por instalarme en la mesa de la cocina a leer los periódicos durante horas en vez de…fregar los platos del día anterior, ir de compras, lavar y planchar la ropa, hacer mermeladas o pasteles…Y, ¡sobre todo!, en vez de escribir”…

El segundo relato narra cómo pasa “De la palabra a la escritura”: “Ya desde muy pequeña me gustaba contar historias…inventadas por mí misma…Comienzo por una frase, no importa cuál, y todo se encadena…Las ganas de escribir vendrán más tarde…”. La escritura en “los días malos” o para soportar el dolor de la separación de sus padres y hermanos cuando la envían a un internado en una ciudad desconocida con 14 años.

En la sala de estudio  empieza a redactar un diario escrito en una grafía secreta para que no se lo lean: “Anoto en él mis desgracias, mi pesar, mi tristeza, todo lo que por la noche me hace llorar en silencio en la cama…nacen frases en la noche…se convierten en poemas…”.

No tiene dinero ni para pagar al zapatero, su padre está en la cárcel y su madre “trabaja donde puede”, por ejemplo, empaquetando veneno para ratas. Entonces, para ganar algo de dinero, se le ocurre organizar una representación teatral y cobrar por ello. Agota escribe los diálogos.

El quinto relato, Lengua materna y lenguas enemigas, habla de su relación con los diferentes idiomas que ha conocido: los de los ocupantes (alemanes y rusos) durante la guerra y el idioma del exilio, el francés, en Suiza. A esta última lengua también la siente como enemiga porque “está matando a mi lengua materna” (el húngaro). En ella escribe, sin embargo, su obra, desde John et Joe, teatro, en 1972.

En La muerte de Stalin cuenta lo que significó para los países del Este (además del adoctrinamiento y las víctimas): “el papel nefasto que ejerció la dictadura en la filosofía, el arte y la literatura”. Y se refiere al escritor austriaco Thomas Bernhard, de quien se declara lectora apasionada, “que no ha dejado de criticar y de fustigar a su país, a su época y a la sociedad en la que vivía”.  (1978) es el primer libro suyo que lee y recomienda a los amigos, pero no entienden su humor negro. Y, sin embargo, “Thomas Bernhard vivirá eternamente para servir de ejemplo a todos aquellos que desean ser escritores”.


En el capítulo titulado La memoria habla de todo lo que dejó atrás cuando huyó a los 21 años con su hija de 4 meses, tras el aplastamiento de la revolución del 56: “Me dejé en Hungría  mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos [Tila, 3 años menor, y Yano, uno mayor], mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós…”. Pero sobre todo, su pertenencia a un pueblo, a una lengua.

En el siguiente, Personas desterrada, se pregunta cómo habría sido su vida si no hubiera dejado su país. Y se contesta: “Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz”. Pero está segura de que hubiera seguido escribiendo “lo que fuera” en cualquier lengua.

Luego viene su vida en Nauchatêl, en Suiza, donde les distribuyen desde el centro de refugiados de Zurich. Lo titula “El desierto”, un desierto social y cultural. “Empiezo a trabajar en una fábrica de relojes…Me levanto a las cinco y media…Salgo a las cinco de la tarde…En la fábrica, toda la gente es agradable con nosotros. Nos sonríen, nos hablan, pero no entendemos nada…”. Les hablan en francés…

El anteúltimo relato habla de Cómo hacerse escritor. “En primer lugar, hay que escribir…Luego, hay que seguir escribiendo. Incluso cuando no le interese a nadie, incluso cuando tenemos la impresión de que nunca interesará a nadie…uno se hace escritor escribiendo con paciencia y obstinación, sin perder nunca la fe en lo que se escribe”.

El último, que es el que da título al volumen, narra cómo consigue alfabetizarse en francés: “Cinco años después de haber llegado a Suiza, hablo francés, pero no lo leo…El húngaro es una lengua fonética; el francés, todo lo contrario…A los 26 años me inscribo en los cursos de verano de la Universidad de Neuchâtel, para aprender a leer. Son cursos de francés para estudiantes extranjeros…Dos años más tarde, obtengo mi certificado de estudios franceses con matrícula de honor…Sé que nunca escribiré el francés como lo escriben los escritores franceses de nacimiento, pero lo escribiré como pueda, lo mejor que pueda…”.

No se puede decir más con menos en apenas 34 páginas. Una escritura intensa, que va al grano y no se pierde en adornos adjetivos. Un placer de lectura y de ejemplo de vida.

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