miércoles, 19 de julio de 2017

LUISA CARNÉS, OTRA MUJER OLVIDADA

Nacida en Madrid en 1905 en el barrio de las Letras, a los 11 años entró a trabajar en un taller de sombrerería. Con 23, publica su primera obra, varias novelas cortas. Y, en 1934, su obra más conocida Tea Rooms. Mujeres obreras, producto de su experiencia como camarera en un salón de té.


Tras la guerra civil, se exilia a México, donde sigue escribiendo hasta su temprana muerte, a los 59 años.

En la antología de relatos Trece cuentos, se agrupan varios ejemplos a lo largo de más de treinta años de escritura.


El relato titulado “Olivos”, escrito hacia 1933, me recuerda escenas de Las uvas de la ira (que Steinbeck publica en 1939 en Estados Unidos). Los contratos, que comprenden a toda la familia, incluso a las mujeres y los niños; los amos, los cortijos, sus intermediarios (el manijero, el aperador); la lucha por subir el salario o plegarse, el duro trabajo… “[El abuelo] comía lentamente el pan y el queso, cortándolo a pedacitos con la navaja y, al hacerlo, mostraba su manquedad de dos dedos en la mano derecha, huella de un año de heladas. Porque la helada era criminal, y paralizaba la sangre en los dedos de los aceituneros, al rascar la tierra. Y a veces había que cortar los dedos para evitar la gangrena”…
El final parece sin cerrar.

El titulado En casa, me traslada a un relato de Arturo Barea. “Me encontré en la calle después de nueve años de cárcel”- comienza. La protagonista es una mujer. “Mi expediente de enfermera y de donadora de sangre me valió nueve años de cárcel, que pasé entre la isla de Mallorca y Madrid”. Sale a los 33 años, con el certificado de penales, “que condenaba a los hombres al hambre o al delito común, y a las mujeres a la prostitución y a la muerte”. Sin casa, sin familia, sin amigos, sin trabajo. Envejecida y desesperanzada. Pero en la calle encontrará una mano solidaria…

Los mismos escenarios (iglesia de las Trinitarias, calle de Moratín, calle del León, calle Lope de Vega), la clase trabajadora, una madre “viuda, con tres hijos, lavando siempre y planchando para casa ajena”…

La chivata, escrito en 1955, también se sitúa en la época de la posguerra española, en una cárcel de presas políticas. Narra cómo, a pesar de todo, las presas consiguen el 14 de abril ondear sus banderas republicanas.

Sin brújula, cuenta el intento de salida en barco de los muelles de Santander, de un grupo de mujeres y niños con destino a un puerto francés, en víspera de la entrada de las tropas franquistas. Es también la historia de Benitín, un niño de ocho años, “solo entre tantas madres”…

Momento de la madre sembradora, que en el borrador se titulaba Sonatina…se sitúa también hacia los años 50. Une el pasado y el presente. “Así fue entonces, hace veinte años. Y así ha sido durante estas dos últimas décadas…El hombre sigue sin poder abrir su ventana a la paz del camino…”.

Habla de Nagasaki, de Corea, de Argelia… "En algunos lugares los hombres hacen la guerra, y en otros ponen cautivos a quienes quieren impedirla…Mucho ha avanzado la ciencia de vivir, pero más ha avanzado la ciencia de matar…”. Y hace un vaticinio, ella, que murió en 1964, en el exilio de México: “Y así será mientras los pueblos sigan siendo conducidos por fabricantes de cañones y de pólvora”…

Sin embargo, frente a tanta insensatez y barbarie, siempre habrá una madre que se tienda sobre los rieles por los que ha de pasar un tren de soldados. “No olvidemos que las madres también hacen la historia…”. Las madres sembradoras de la vida.

El señor y la señora Smith, de 1963, que cierra el libro, es una historia interracial, que termina mal, entre dos perdedores. Parece que el mundo de prejuicios no ha cambiado nada desde el primer relato del volumen, En el tranvía, situado en 1931, hasta este, escrito 30 años más tarde, tras una guerra civil, otra mundial y varias locales…No es muy esperanzador, que digamos…

DE BARCELONA A LA BRETAÑA FRANCESA. Sus Memorias del exilio


Redactadas entre abril y septiembre de 1939, en París y México, en ellas cuenta sus "experiencias de evacuada".

Hacia el final de la obra, ya en Nantes (Francia), hay una "elegía" del Madrid recordado desde la distancia: "¡Las calles de Madrid!...La calle de Carretas, con sus ruidos, sus vendedores de cordones "pa´ las botas" y de gomas para los paraguas; el tiovivo de luces de  la Puerta del Sol, la plaza del Progreso [hoy plaza de Tirso de Molina], Chamberí, calle de Fuencarral, con tus puestos de pescado frito, tus baratijas, tus puestecillos de juguetes modestos, Ventas del Espíritu Santo, con sus puestos de gallinejas y sus tascas...; Avapiés, Argumosa y calle del Amparo, con sus patios de corredor, tus "echadoras de cartas", tu calor asfixiante de agosto, tu botijo panzudo y tus sillas y colchones en mitad de las angostas aceras; Embajadores pinturero y Cuatro Caminos garboso...Y la señá Antonia, mi portera, que tenía un hijo cerrajero que cantaba flamenco y bailaba el chotis "sin salir del ladrillo"; y la churrera de la esquina de mi calle; y la viejecita verdulera, que abría cada mañana un paisaje verde-dorado de frutas y hortalizas ante mi balcón...". 

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